Durante la historia de Japón, muchas han sido las sectas religiosas que además de dedicarse al camino de la iluminación también entrenaban en el manejo de las armas. Los sohei, yamabushi e ikko-ikki son algunas de las sectas de monjes budistas que contaban con entrenamiento militar, a fin de poder defender sus templos de salteadores y bandidos inicialmente, pero que luego formaron contingentes permanentes y forjaron alianzas con señores de la guerra de las tierras cercanas.
Las religiones que seguían eran todas budistas con tintes sintoístas y taoístas, lo que proporciona al budismo japonés una serie de características muy curiosas al añadir elementos como los espíritus kami, demonios oni y un largo etcétera de elementos del folclore nipón. Algunas de las sectas principales hacían hincapié en la práctica del ascetismo, como los yamabushi, mientras que otras vivían en grandes comunidades con campesinos a los que adoctrinaban, como es el caso de los ikko-ikki.
Pero en realidad daba igual qué rama del budismo profesaban o los ritos específicos que componían la regla del templo al que servían, dado que se guiaban por un estricto sistema de vasallaje en el que recibían protección y ayuda económica a cambio de sus servicios como consejeros, sacerdotes, maestros, brujos, sanadores, y cómo no, guerreros.
Todos los daimyos (señores de la guerra) de importancia entre los siglos XIV-XVI contaban con una tropa bien nutrida compuesta por monjes guerreros que llevaban el pánico a las filas enemigas. La razón principal de su letalidad era un entrenamiento extremadamente duro: largas marchas que se alargaban meses y tenían como finalidad la purificación del espíritu, madrugones para llevar enormes cestas de agua hasta el templo, arar y trabajar la tierra, y un completísimo adiestramiento militar que englobaba sistemas de lucha con y sin armas. Pasar frío y hambre, quedarse inmóviles durante el tiempo que hiciera falta y una extensa lista de pruebas de resistencia, tanto físicas como psicológicas constituían la vida diaria del monje. El entrenamiento en las artes marciales no sólo tenía un objetivo puramente militar, sino que constutuía uno de los caminos que seguían los monjes para encontrar la iluminación, ya que dominar el cuerpo y someterlo a la mente constituye uno de los pilares de las creencias budistas. A algunos monjes se les atribuye relaciones muy estrechas con los clanes ninja, e incluso algunos monjes de renombre tienen la fama de haber sido poderosos ninja que hacían gala de grandes habilidades para el subterfugio, el espionaje y el asesinato. Si bien en muchos casos esto no es más que una leyenda, sí que es posible e incluso probable que algunos clanes ninja trabaran amistad con determinados templos para intercambiar servicios, así que no es descabellado pensar que existiera un intercambio de información y conocimientos entre los monjes y los "guerreros de las sombras".
Es un error juzgar las artes marciales japonesas por las clases a las que hemos asistido de karate, kendo y todas estas mariconaditas que se han puesto de moda. Sí que es cierto que eran más ceremoniales que las occidentales y más rígidas y cuadriculadas, pero ello no las hacía más o menos efectivas, y en nada se parecen a las que se practican en los gimnasios hoy en día: las modernas están diseñadas para captar alumnos y ser estéticamente bonitas, no constituyen sistemas de combate reales. Antaño, la rigidez de los movimientos era una muestra de control, maestría y precisión, si bien, en un combate real toda la parafernalia se dejaba a un lado, quedando como remanente lo útil, por muy poco civilizado o demasiado brutal que fuera, ya que la idea principal era salir vivo del lance fuera como fuese.
Sohei con distintas configuraciones de armas (bisento, nagamaki y dos naginatas, de izquierda a derecha) y velos |
La vestimenta del monje dependía de la secta a la que perteneciera, e incluso dentro de una misma secta dependía del rango, época del año o tarea que se dispusiera a acometer. No existe una estandarización para representarlos: podían ir descalzos o portar sandalias, o con zapatos de madera con dos grandes tacos transversales en la suela, además de una túnica y/o calzones cortos que llegaban por encima o debajo de las rodillas, y solían llevar la cabeza rapada como símbolo de devoción y además de higiene personal, ya que los piojos y garrapatas debían ser evitados a toda costa para prevenir la transmisión de enfermedades. La cabeza podía ir cubierta por un gran pañuelo de forma que sólo descubriera los ojos y la nariz, o mantener toda la cara al descubierto, e incluso podían llevar yelmos similares a los usados por los samuráis en caso de entrar en combate. A los ropajes anteriormente mencionados se le sumaban relicarios y elementos sagrados o a los que se les atribuían poderes místicos o espirituales, como los mala budistas, muy similares a los rosarios cristianos. Estos avalorios y la peculiar vestimenta convertían a un monje en un personaje fácilmente identificable durante una batalla, aumentando la moral de las tropas aliadas y menguando la de los enemigos, sobre todo los campesinos o ashigaru, reacios a entrar en combate con estos "hombres santos" cargados de elementos mágicos que les protegen y les confieren una moral difícilmente corruptible.
En cuanto al armamento, el arma más común durante las guerras Genpei y el periodo Sengoku Jidai utilizadas por los monjes era la naginata, que se componía de una hoja curva enastada en una vara de metro ochenta de longitud. Constituía un arma formidable en manos de un guerrero adiestrado y era más sencilla de manejar que la famosa katana, aunque no por ello menos peligrosa. Otros elementos en el arsenal del monje eran el arco, la katana, distintos tipos de lanzas, arcabuces y mosquetes como la variante japonesa sin culata llamada teppo, con el uso de los cuáles los monjes parece que fueron especialmente certeros, si bien hay imágenes anteriores a los periodos citados en que llevan bisentos, tetsubo o simplemente varas, cuchillos o útiles del campo, dando muestras de que eran guerreros muy versátiles en combate.
Por último sólo diré que el ocaso de los monjes guerreros sobrevino a principios del siglo XVII, cuando los últimos reductos de los Ikko-ikki cayeron bajo el poder de los clanes samurái, y muchas sectas religiosas armadas fueron proscritas y perseguidas sin piedad, convirtiendo a los monjes guerreros en especímenes aislados de una casta otrora poderosa e influyente. En posteriores entradas profundizaré sobre el armamento japonés y sobre los Ikko-ikki, quienes constituyen un tema apasionante por sí mismos.
El Marqués de las Doce y Media ofrece un adiós, si les place; y si no, también.